Canope, desvelo de la palabra
Ya desde el título del texto de poemas de
Sergio Felipe Mattano, puede avizorarse una línea de lectura y composición de
su poética. Canope, esa “Copa sagrada donde se depositan las vísceras de
los muertos”, es uno de los elementos de la compleja materia prima que conforma
el cuerpo de los poemas. Las “vísceras de los muertos” no son únicamente material abyecto, sino órganos
corroídos por la asimilación de una tradición innovadora en el arte de la
palabra. Las vísceras son la imagen y el resultado fáctico de todo lo vivido,
nada más alejado de la materia inerme, nada más cercano al “polvo serán, más
polvo enamorado” de Quevedo.
Si nos preguntáramos con mayor exactitud, qué
otros elementos constituyen la materia prima de Canope, sin lugar a dudas deberíamos recurrir a los
presentes en la ecléctica mezcla de tendencias y estéticas de casi todos los
tiempos, que reaparecen en la poética de Mattano, con ecos imprevistos y
resonancias inusuales. Porque no está su mayor logro en crear nuevos objetos
poéticos, ni en poetizar elementos sorprendentes; no persiguen estos poemas la
novedad escandalizadora de algunos de sus referentes, sino que la riqueza y el
desafío estético, y por lo tanto ético, se encuentra en las fracturas de las poéticas
anteriores, que la filosa mirada de Mattano se anima a poner en diálogo, a
veces consigo mismas, interpelando sus contradicciones o exaltando el mundo del pensamiento, y, en
ocasiones, modelando a través de la imaginación encuentros que son capaces de
interceptar las barreras del tiempo y el espacio. Allí reside una parte del
valor de la propuesta de Canope:
un concentrado, muy cuidadosamente destilado, de modos de tensionar y
contorsionar el lenguaje, y con esto quiero decir formas lingüísticas y pensamiento
poético, que solo un artesano, suspendido, susurrándose a sí mismo a causa de
la emoción estética, puede lograr.
El hecho de nominar “subpoemas” a sus
producciones advierte sobre el lugar que el autor se dará a sí mismo en
la intrincada y amplia textualidad a la que se incorpora, a la herencia que
recibe como poeta, a la estancia que se procura en una declaración de su modo
de estar en el mundo: “por debajo de” y “en vías de”, siempre expulsado de
la ex –sistencia, en la continua prosecución del poema, en la inacabable
estructura del poema; podría decirse,
entrampado en una experiencia vital con forma poética. De allí, la
incorporación de uno de los epígrafes del texto, perteneciente a Esteban
Montaldo: “¿Cómo te voy a explicar un
poema?...”. La explicación, de cualquier cosa, está determinada por un
despliegue que requiere un punto final, que en el caso de los “subpoemas” está
en movimiento, siempre en el “hacerse”, que por una parte impide domesticar la
palabra poética con un discurso tranquilizador, racional, comprensible, y, por
otra parte, posibilita la creación poética de un eterno enamorado de las
singladuras emanadas del mundo, las emociones y sus intentos por dar cuenta de
ellos, sin clausurar el misterio creativo.
Por eso, como anuncia la “Advertencia…”: “dentro del poema hay un hombre”. Por
eso, el poeta de Canope es
un “cachorro
de una luna que se aleja para darme penas y rencor de ya no ser luz”. En
una infancia poética presentida como estado o modo de ser, ante la enorme
herencia recibida, y de la que es especialmente conciente el yo de estos
poemas, en la casa del poema, en ese oikos que se prefigura como
domicilio, pero al que es imposible regresar del todo, porque la existencia
conlleva la errancia del ser, siempre se está fuera del ser, allí, se construye
una de las series que indaga el texto, me refiero a la serie identitaria.
Toda una red semántica que se esparce por el
texto y los epígrafes que acompañan los poemas: vísceras, bilis, infecto
estómago, pudre bajo tierra, barro, entre muchas otras expresiones, da
cuenta de la concentración que señaláramos como constitutiva de la materia
prima del texto y de la postura estética
de los subpoemas, pero también de la materia con la que se modela ese hombre
que vive en el poema, que mora responsablemente, de cara a su posición en el
mundo, para esgrimir esa identidad, construida de una herencia que conjuga la
renovación formal de las vanguardias artísticas europeas y latinoamericanas de
principio de siglo XX con las poéticas posteriores de las décadas del 40 y del
50 en nuestro país. Ahora podrá percibirse mejor, el valor que la
concentración, como “marca en el orillo”, define la propuesta de Canope.
Todo el flujo imaginativo y provocativo de
Huidobro y Girondo, toda la emoción de Jorge Luis Borges, alejada por completo
del confesionalismo, aquella ilegibilidad de Tristán Tzara que desafiaba los poderes de la razón, el ingenio mordaz de Macedonio Fernández;
pero, además, la seriedad y la sensibilidad social de César Fernández Moreno y
Leónidas Lamborghini _en especial el Lamborghini de El solicitante
descolocado_ descubren otras series: la política y la poética. De este
modo, podría advertirse que la concentración se encuentra como principio
constructivo, producto de un triple
cruce de fuerzas que se propone en primer término la empresa de leer “en
diagonal” la linealidad inherente de una sucesión histórica que no remite a
avances o progresos, sino a modos de hacer y comprender la huida
imposible del poema, que remata la “Advertencia…”.
De las múltiples interrogaciones que incluyen
los diferentes poemas de Canope,
una es central, y quizás resuma de un modo contundente al resto: “¿Qué canto profesa la boca entrelazada?”
(“Canto I”). Podría entenderse que todo el poemario es una búsqueda de respuesta a
esta interrogación que en sí misma asevera la estancia de un decir entre decires:
prisión y oikos del poeta, que persigue la serie identitaria y que opera
como una versión en positivo del poema inicial del texto, “Non ego sum”: el ego
sum tiene como correlato esa pregunta que incluye la morada de la identidad
que el siguiente poema, “Canto I”, extremará a lo largo del poemario, trabajo
que la “boca entrelazada” desplegará en esas otras dos series, la política y la
poética.
Pero la concentración no está solo relacionada con las series que
señalamos, ni con el variado universo referencial del mundo cultural que emerge
en los poemas, sino con la polifonía,
que va en aumento a medida que “transcurren” los poemas del texto. La
voz del diccionario, que abre el texto con la definición de “canope”, inicia un
camino hacia la conformación de voces que pertenecen a distintos ámbitos y
géneros, no solo textuales, sino subjetivos. Un ejemplo de ello es el tercer
poema: “Tragedias (tríptico tristicop)”. Como adelanta el título, está dividido
en tres partes, yo diría mejor, fases, en las cuales varios sujetos de la
enunciación provenientes del mundo oriental, Méret, y del occidental, Casandra,
dialogan con la voz del poeta de la tercera fase del poema.
Méret, que significa “la amada”, opera como
contrapunto de la no bienamada Casandra. Méret, diosa egipcia, dual, cantora,
música y danzarina, era considerada la portadora de la apertura de los ojos y
la boca de los difuntos en la vida de ultratumba. Méret es Issis y Neftis, “las
dos amigas”, quienes seducían a través del canto y la danza. El poema de
Mattano enfrenta dos mundos, dos destinos alejados en tiempo y espacio, que
retoman el dilema humano de la correspondencia, o no, en la relación amatoria.
Casandra (también conocida como Alejandra, lúcida y original manera de incluir
a Pizarnik, sin caer en los estereotipos de otras propuestas poéticas, que
mencionan a la que perdió su nombre) es hermana gemela de Héleno, ambos tienen _y
padecen_ la visión profética; a su vez Casandra engendrará gemelos con
Agamenón. Nadie escuchará los presagios certeros de la joven Casandra, nadie
amará, en verdad, a la torturada visionaria, quien intenta salvar a los suyos
de múltiples desgracias, en muchas oportunidades. De este descuido en la
audición, de esta ignorancia de Occidente, habla el poema de Sergio Felipe
Mattano, empleando el contrapunto de la gracia del buen oído frente a la
petulancia de la boca cuando no está entrelazada a los decires: Casandra,
hermana oscura y postergada de todos los poetas, de Rimbaud, antes de
Baudelaire, fundadora de una casta acallada.
Tal vez este tercer poema del texto, que no
casualmente se presenta como tríptico, resulte el mejor ejemplo entre las tres
series en tensión. Y, nuevamente, el poema siguiente, “Canto II”, opera como
continuidad y respuesta del anterior, en el cual la serie identitaria reaparece
con mucha fuerza, a modo de homenaje, a “la
dama sepia” que “Deglute pájaros”
y “me desea/ me inventa/ me recorre”. La poesía, ese objeto tan extraño, lleva un
signo femenino, un contorno de mujer, una curva sensual y sinuosa, que los
poemas de Mattano asumen en la multiplicidad de voces que dialogan en su texto
y forman parte de una identidad propia, que se anima a desatender la arrogancia
característica de la intelección dialéctica, tan expulsiva como atropellada en
sus posiciones.
“Asma”, es un poema más vinculado con la serie política y social,
está “tocado” por las poéticas del 40 y del 50: denuncia, mueve la conciencia,
declara un lugar comunitario de pertenencia que reaparece, por ejemplo, en
“Desmigarnos”, aunque la presencia de Olivero Girondo, su tono elegíaco,
existencial y comprometido, se presenta como síntesis de estéticas. Aquí está
el Mattano lector, el mejor recolector de distintas tradiciones, el crítico, el
analista.
Pero, tal vez, “La máquina de facer churizos”
resulte el poema que más cabalmente se proponga indagar e interpelar en qué
consiste el oficio de hacer poemas significativos socialmente. Y en este punto
es necesario percibir la “aspereza” histórica que conecta la serie política con
la poética. Construido casi en su totalidad por interrogaciones, el poema crece
a partir de la reflexión, producto de lo actuado en los poemas precedentes.
Todo lo que este poema interroga ya ha sido explorado en los anteriores, por
eso puede entenderse como lugar de inflexión dentro del poemario, debido a que
“La máquina de facer churizos” (churizos, versos en serie, productos del
mercado, versos como estatuitas a bajo precio que cualquiera podría hacer y
consumir rápidamente, y dicho sea de paso, olvidar) se plantea cómo seguir
adelante sin caer en el pozo ciego de la autofiguración, por cierto, estéril,
de los mercaderes de poemas. El poema responde _no podría no responder_ con el silencio, puesto que el silencio dis-
curre, también es discurso. En ese preciso momento, la apuesta se centra en
la mirada, no de algún objeto, sino del nombre, la mirada mira el nombre: “mirar/ nombrar dos palomas/ que en el acto
desaparecen/ y no decir/ que las palabras/ inventan /la nada” _como tantas
veces se ha dicho. Por eso es un poema signado por la serie política en el
sentido más pleno y positivo de la expresión “política”, entendida como
comunidad a la que no puede perderse de vista, por tal motivo hay que “mirar” y
“no decir”.
Más cercanos a la serie poética están “Canto
Cinco”, “Recetario del poema”, “Endogénesis” y “Disolución”, mientras que otros
poemas como “Canto Xesto”, “Alter ego (esquizofrenia)”, “Congreso de poetas” y
muy especialmente el poema final, “Manifiesto”, se dedican a explorar la serie
identitaria. “Manifiesto” lleva un epígrafe de Niezstche: “los poetas mienten
demasiado”. Podríamos leer este poema final a partir de la ambigüedad discursiva
y referencial del yo que tan firmemente se presentó en otros poemas.
Podríamos conjeturar que quien dice en el primer verso “El que escribe es un
ególatra” es Niezstche, o bien, cualquier sujeto que escribe, incluyendo al
poeta de Canope. Ese
borramiento de las fronteras del sujeto de la enunciación es en verdad una
nueva y última interrogación encallada en el último verso: “decidor de mierda”:
espacio subterráneo de los subpoemas, del desperdicio visceral al que alude el
título del texto, a las heces, material abyecto entre otros sublimes, con los
que se construye el texto de Mattano, pero, fundamentalmente, el “Manifiesto”
devuelve a la praxis vital el ejercicio del poeta y reclama la renovación de un
origen comunitario, tradicionalmente propio de la tarea del poeta, pero desmitificado de la beatitud inmaculada, espacio etéreo, ya inoperante, que algunos creen portar, cuando
de hacer poesía se trata.
Sergio Mattano concentra en Canope una estética de la que no
podrá salir incólume, debido a los desafíos retóricos que ha asumido y al lugar
que ha construido para sí mismo (podrá
variar, pero no retroceder). Rodeado de riesgos, de voces con las que ha
decido dialogar, definidas sus preocupaciones y su una postura, que si bien
está encabalgada ideológicamente _diría seducida por praxis esteticistas y
otras más existenciales_ apuesta con mayor firmeza a la experiencia comunitaria
religada con el cuerpo social, desvelo de su palabra, copa profana en la que se
depositan objetos extraños, comúnmente llamados subpoemas.
Julia Inés M uzzopappa